La gobernabilidad es una proposición nacida del numen ultraconservador norteamericano, cuyo designio es sepultar el pensamiento keynesiano. Es opuesta al estado del bienestar e incompatible con la participación popular, a la que tilda de populismo.
El politólogo Samuel P. Huntington planteó por primera vez, en 1970, el concepto de gobernabilidad. El cual fue oficializado, en 1978, en los debates del comité ejecutivo de la Comisión Trilateral, convocada por el financiero y multimillonario Nelson Aldrich Rockefeller. La comisión la integraban representantes de Estados Unidos, Japón y la Comunidad Económica Europea.
Para aquella ocasión, los politólogos Michel J. Crozier (Francia), Joji Watanuki (Japón) y, claro está, Samuel P. Huntington (Estados Unidos), redactaron un informe referido a “La Gobernabilidad de la Democracia”. El documento trasciende una gran preocupación por el surgimiento de las democracias anómicas o sin orden. Alerta en cuanto al debilitamiento de los regímenes del norte.
Además, advierte que la alteración de ciertas bases de la estructura política ilegitima la autoridad, debilita el liderazgo, como consecuencia de la igualdad; que la expansión de los programas sociales del gobierno conduce a la inflación; que la intensa competencia política desintegra los partidos políticos; y, agrega, que las presiones populares y las atenciones complacientes al electorado concurren en populismos arcaicos, incluso deterioran las relaciones con el exterior.
Sin duda, la gobernabilidad es un modelo político del conservadurismo a ultranza. Es un diagnóstico pesimista tocante a la estabilidad democrática de los países desarrollados. Intenta aplicar sucedáneos plutocráticos a las administraciones de tendencia social. La gobernabilidad es contraria a los “excesos de democracia”, o con participación popular (asambleísmo) en las decisiones políticas. Procura enervar a la población civil.
En América Latina nunca hubo exceso de democracia. En los años 70 se enseñorearon los gobiernos autoritarios. Solamente se libraron Colombia, Costa Rica y Venezuela, pero sin demasías democráticas. Panamá y la República Dominicana parecían dictablandas. Mientras que Cuba y México desbarataban cualquier clasificación. Luego ningún país latinoamericano reunía condiciones para un pacto de gobernabilidad de marca rockefelliana.
En los años 80 una oleada democrática envuelve las esferas políticas latinoamericanas. El autoritarismo se adormece. Renace la esperanza. La voluntad ciudadana ensaya superar
la crisis financiera de 1982. Crece la economía social. El estado toma la palabra. Corrige. Invierte. Ordena. Adquiere presencia. Sin embargo, en la última década del siglo XX el déficit democrático se generaliza.
Desaparece la economía social. Los trabajadores pierden sus conquistas laborales. El estado enmudece. Las instituciones populares se hacen trizas. Cierran las cooperativas. Los sindicatos se atomizan. Empero, la clase política pregona la gobernabilidad en nuestros países. Es decir, un modelo político para sistemas con “exceso de democracia”, se trasplanta en sistemas con escasez democrática.
Respecto al Perú, en los infelices años 90 sucedió el apocalipsis. La gobernabilidad contra las cooperativas la anunciaron con artilugios, aparentando modernidad, el 16 de julio de 1992. Aprovecharon el Congreso Nacional Ordinario del Cooperativismo. El pregonero central fue un inside co-operative que ya reptaba en el riñón del poder. Barboteó que las ideologías habían muerto; que el pragmatismo se imponía; que el cooperativismo es liberalismo social. Alejándose así de la doctrina cooperativa que lo había amamantado. Abdicó.
Sabía que el cooperativismo sería amputado. Hasta aquel malhadado congreso funcionaban 4587 cooperativas; de los tipos más numerosos: 1425 producían en el agro, 996 construían viviendas, 618 facilitaban créditos, 183 servían en el transporte. La integración cooperativa avanzaba con 67 centrales, 9 federaciones y, naturalmente, con una sola confederación nacional. ¿Qué ocurrió?
Cumpliendo con el programa fondomonetarista, el gobierno aplicó la política del rollback, preparando la gobernabilidad sin organizaciones sociales. Las cooperativas fueron intervenidas, estrechadas, liquidadas. Sus locales se remataron subvaluados y, por cualquier pecado, sus dirigentes acosados, procesados, encarcelados. Se desactivó el Instituto Nacional de Cooperativas. Desapareció la banca cooperativa. ¡Demolición! por mano cooperativicida. Igual destino sufrió el sindicalismo.
Más la cooperación es eterna. Se carece de estadística confiable, pero muchas cooperativas sobrevivieron. Resistieron heroicamente gracias a dirigentes de raza. Porque el cooperativismo es convicción, solidaridad, participación. Creación del pueblo. Y ningún absolutismo podrá exterminarlo. Así es.
Lima, marzo del 2004