El espíritu de lucro es el catalizador de las actividades económicas del capitalismo. En el aparato productivo el manantial del lucro es el trabajo no remunerado; mientras que en el mercado, el lucro proviene del exceso de precio pagado por el consumidor. En ambos, el trabajador se siente agredido por partida doble: como asalariado, percibiendo sueldos menores que su rendimiento; como consumidor, pagando montos mayores al precio justo.
Para colmo, el lucro (derivado del latín “lucrum” que significa obtener algo sin trabajo) es revestido como utilidad o ganancia por la ley, y distribuido en proporción al capital aportado para beneficiar únicamente al capitalista. De ese modo se margina al asalariado, no obstante que esas utilidades o ganancias le pertenecen porque se le pagó de menos en la producción o se le cobró demás en el comercio.
De ahí que el lucro resulta una substracción legalizada para enriquecer al capitalista y empobrecer al asalariado. En nuestro país, por ejemplo, “legalmente” se distribuye, del total de la renta nacional, un 77 por ciento vía ganancias y sólo 23 por ciento para salarios.
El espíritu de lucro es usurero cuando eleva los intereses a niveles desmesurados; es egoísta cuando oculta la producción para generar escasez; y es cruel cuando dispara los precios en medio del hambre. En todos los casos, el lucro es abuso del poderoso contra el necesitado. Es infamante porque genera opulencia para unos y miseria para otros. Es decir, desigualdad que imposibilita cualquier intento de concertación o contrato social.

Para luchar contra el lucro los asalariados, desde el siglo pasado, forman sindicatos procurando elevar el salario nominal (cantidad de dinero) y constituyen cooperativas con el objeto de aumentar su capacidad de compra (salario real). Luego sindicatos y cooperativas son hermanos gemelos; hijos de un solo padre: el asalariado. Y tienen el
mismo objetivo de conquistar para el trabajador: en la producción, poder de decisión; en el mercado, poder adquisitivo.
Las cooperativas de producción, entonces, reemplazan al patrón en el aparato productivo para eliminar la plusvalía; en tanto las cooperativas de consumo ocupan el lugar de los intermediarios -en los mercados- para abolir las ganancias. Por lo mismo, la plusvalía y la ganancia (formas embozadas del lucro) son prácticas capitalistas incompatibles con el cooperativismo. Este movimiento las rechaza porque no son otra cosa que métodos de explotación del hombre por el capital.
Por eso las corrientes reinvindicacionistas del hombre –generador del trabajo y creador del capital–, optan por el cooperativismo como instrumento idóneo para democratizar la economía. Esto es, ensanchando el acceso a la propiedad de los medios de producción; otorgando al individuo la oportunidad de elegir con respecto al empleo de los recursos (qué y cuánto producir); convirtiendo al ciudadano en una fuente de iniciativas y produciendo para beneficio de la colectividad sin menoscabo del derecho individual. Es un hecho que esas corrientes de opinión y de acción, reconocen en el cooperativismo su capacidad para diseñar e instaurar una democracia económica con libertades políticas.
Y ello es posible porque el cooperativismo ofrece una estructura, en la cual, desde la base (cooperativas de primer grado) hasta la cúspide (Confederación) el hombre es el origen del poder de decisión, mediante el método profundamente justo: un socio, un voto. Esta igualdad es el cimiento de las libertades políticas. Además, esa estructura cooperativista (superando el propósito de lucro, incubador de las desigualdades) ofrece la posibilidad de distribuir con equidad la riqueza creada por el hombre, aplicando el criterio del precio justo. Este precio, según Charles Gide -apóstol del cooperativismo- “no es más ni menos que la justicia en el orden económico” o democracia económica, ciertamente. Así es.