
Cuando una cooperativa produce un bien o un servicio, sin considerar ciertos valores éticos, funciona como cualquier empresa mercenaria acicateada por irrefrenables apetitos de ganancias.
El cooperativista empeña gran parte de su tiempo en prever las consecuencias del uso de la tecnología. La máquina, la técnica y los procedimientos le preocupan mientras sirven para cambiar el entorno y ensanchan las posibilidades de mejorar el bienestar.
Le interesa una técnica en cuanto hace posible –renunciando al lucro– aumentar la producción, disminuir el precio, generar ocupación y ampliar el consumo.
En las cooperativas los medios y los métodos se aplican, o se rechazan, en función de la rentabilidad social, principalmente. En las empresas, en cambio, el criterio determinante es la rentabilidad financiera. El cooperativista confronta los resultados de la técnica con los fines de su actividad económica. Para él la mejor máquina, o materia prima, es la de mayor eficiencia medida por la más alta producción destinada al consumo. El capitalista más bien evalúa la eficiencia en términos de ganancias.
Los métodos técnicos se modelan después de un proceso de perfeccionamiento. Varían constantemente de contenido y forma al combinar los factores productivos. Se desarrollan para la construcción o destrucción, según las aspiraciones o tentaciones del hombre. Son concreciones como la agricultura, la industria, los servicios y las artes. Son de naturaleza varia por los infinitos medios que emplean y por los múltiples fines humanos.
En el campo económico las técnicas avanzan por los deseos del hombre de disfrutar de un destino radiante. A cuyo efecto participan desde las inteligencias más ilustres -descubridores e inventores- hasta los ejecutores de las tareas, incluyendo a los artífices de los talleres. Todos cooperan para cristalizar las ansias de una vida venturosa. ¿Por qué, entonces, la distribución del producto es injusta?

Porque los monopolios, por su exceso de poder, consiguen ventajas del progreso de la tecnología. Se apropian de las técnicas de producción, imponen cambios lucrativos en el mercado y manipulan dolosamente los principios financieros. Los descubrimientos e
inventos, que deben servir a las colectividades, se convierten en instrumentos de opresión. Sin embargo, las creaciones tecnológicas pertenecen realmente a la humanidad; nadie debería reclamar el patrimonio o la exclusividad de los mismos.
Empero, de todos los presentes tecnológicos, el cooperativismo rehúsa aquellos que contradicen su doctrina o desnaturalizan sus fines o enturbian su gestión democrática. El cooperativismo no acepta la competencia codiciosa, rechaza la oferta lucrativa y repudia la administración despótica. El cooperativista sobrepone el valor de uso al valor de cambio. Al revés de los empresarios, subordina los procedimientos técnicos a las reglas éticas.
Desde los tiempos en que los hombres se unen para vivir en grupos, se formulan mandatos orientadores de la conducta humana; mandatos que se relacionan con la conciencia, el raciocinio, la percepción y la sabiduría. Indican lo correcto; es decir, rigen el comportamiento del individuo y de las sociedades. Estas, después de un largo período de descernimiento, los adoptan como reglas apremiantes, como leyes que norman actos represivos.
Mas el cooperativismo posibilita una revolución en las respuestas a los problemas ecuménicos del qué, cómo y para quién producir. Superando intereses individuales, produce socialmente. Esta revolución se inspira en la ética cooperativa, valladar opuesto a la agresividad, a la inmoralidad y a la arbitrariedad del lucro difamante que humilla sentimientos y prostituye voluntades.
La ética de la cooperación socializa la técnica productiva. La encausa con espíritu social, es decir, solidario, moral, justo. Y desdeña la producción anárquica, egoísta y sin equidad del individualismo. Así es.
Lima, julio 1990